Translate

lunes, 31 de marzo de 2014

¿Qué decimos cuando hablamos del enemigo?, Por Lourdes Farall.






 







Hojeando los diarios del día, ya a la tarde, cuando el centro de buenos aires empieza a vaciarse y estar en un bar de las inmediaciones de tribunales no es una situación eufórica, leo el adelanto de una nota en la tapa de La Nación que titulaba “La guerra silenciosa de los adolescentes”.
 


Una descripción de un supuesto ritual preparatorio que hacen los adolescentes porteños antes de salir a la calle. Un ritual anti robo caracterizado por medidas auto preventivas para salir a combatir (era el ambiente que creaba la nota) a otros adolescentes esperando afuera para robarles sus pertenencias – una construcción en función de bandos-.  Puntualizaba la descripción en los adolescentes varones y graficaba escenas contundentes, al parecer, vistas por ahí porque no explica dónde ni ofrece mayores datos, donde los varones de clase media construían un bloque heroico para poder circular por lugares públicos.
 
 

Luego aclara que estos tipos de atracos donde la victima (masculina siempre porque no se meten con las mujeres, no explica por qué) se siente vulnerada en su capacidad de defenderse también ocurre entre jóvenes de clase baja –“en los estratos sociales más bajos los chicos también son robados por sus pares, por lo que este tipo de episodios ya es un síntoma, un doloroso síntoma instalado con la naturalidad de las marcas de época.”- , lo cual termina de hacer difuso el concepto que intenta explicar (si se da entre miembros de “clases sociales más bajas” ¿cuál es la característica que hace notable y diferente a un hecho sucedido entre dos miembros de clases sociales diferentes?).
 


Luego utiliza la cuestión de la educación como un nexo para argumentar qué sucede en las vidas de los jóvenes que no asisten a la escuela y se pregunta por qué esta guerra de bandos – según ella- se da entre el bloque que asiste a clases y otro que no. entonces cita cifras del último censo del año 2010 en argentina: “Según el último censo de 2010, en la Argentina el 10% de los mayores de 15 años no terminó la escuela primaria. Cifras del Ministerio de Educación sostienen que el 56% de los argentinos no termina los estudios secundarios y que del 44% de estudiantes que sí lo hace, casi la mitad tiene rendimiento bajo y hay un alto porcentaje que no comprende lo que lee. Esto se ve en los resultados que la prueba internacional PISA (tan cuestionada por las autoridades nacionales) viene informando desde 2000, cuando asegura que el 52% de los chicos argentinos de 15 años no entiende lo que lee.”



Entiendo al leer estos párrafos que Hinde Pomeraniec, la autora de esta nota, se hizo una pregunta tan inmensa como los siglos de historia que lleva en pie el mundo civilizado y el anterior a éste, el mundo anterior a la ley escrita.  Tal vez como escritora y periodista que es, este artículo haya nacido en virtud de una simple convocatoria editorial de La Nación para acercar una reflexión acorde al contexto de paros en las escuelas públicas de Buenos Aires. Pero la razón por la cual me llamó la atención esta nota, colocada en la tapa del diario la nación del 27-03-2014 es el nexo que utilizó para reflexionar a acerca de los vínculos entre la falta de educación y el delito.  El nexo para explicar una actividad delictiva juvenil que está sustentado exclusivamente en la falta de educación o en la deserción o en la irregularidad de asistencia a clases de un adolescente no es de ningun modo, en mi parecer, una opinión constructiva y mucho menos una idea que se acerque a cooperar con la construcción de un avance en la inclusión social de los jóvenes delincuentes de los que habla; es tan solo una repetición de una de falta que la mayoría de la gente puede concluir en un razonamiento básico y al pasar.
 


El Estado tiene que ocuparse de diseñar políticas inclusivas y de garantizar el acceso de la educación pública, estos son deberes que se nos vienen a la mente de modo casi espontaneo en cualquier charla y que además está reforzado en imperativos legales internacionales. Las mejoras en este ámbito obviamente dependen de estrategias de los gobiernos pero sin embargo resulta imposible pensar un avance en las inclusiones sociales sin tener en cuenta el factor que tiene que ver con las elecciones de cada uno de nosotros; cómo opinamos y qué elegimos decir. Es necesario estar atentos a los cambios en la manera de formular la demanda, la exigencia, la queja y qué medios se utilizan para argumentarla. Por ende qué sucede cuando alguien tiene el poder de escribir una nota que será tapa de unos de los diarios con mayor tirada en el país. Y qué sucede cuando lo que se instala es la creación de un prototipo que ya ni siquiera remite a una clase social determinada (como parece ser a primera vista en esta nota) si no que grafica un prototipo de situación de combate. Este prototipo refuerza la idea de la creación de un enemigo fácilmente identificable que en el núcleo de su construcción muestra vulnerabilidad –construir como un “Otro” diferente. Etiquetar como “El Enemigo” a los jóvenes de estratos sociales humildes es confortable pero a la vez es inevitable que aparezca el obstáculo de la vulnerabilidad por su herencia de humilde (la nota dice que el joven que acecha para robar ya viene menoscabado por una situación de pobreza de sus padres y abuelos) que los etiqueta como los intocables y que a las clases medias les enciende una sensación de resentimiento que le imposibilita su capacidad empática.   



Si tuviera que soñar y declarar qué es lo que querría que se haga realidad citaría a German Garcia: "Es fundamental evitar lo que se sabe para justificar lo que pasa… Los celos, los problemas eróticos, la angustia, la culpabilidad, la envidia, el deseo de muerte hacia otras personas no es un problema de sectores ni de economía".



Fuentes:

Lourdes Farall, Abogada, especialista en Investigación Científica del Delito, actualmente cursando la Especialización en Derecho Penal en la Universidad Torcuatto di Tella.